Es posible que muchos padres se sorprendan ante este breve artículo, porque crean que la castidad debe ser considerada una reliquia del pasado y lo mejor que uno puede hacer es olvidarse de ella. Todo esto es comprensible: La castidad ha sido víctima de todos los errores ideológicos que,
iniciados a finales del XIX, encuentran su desarrollo y expansión a todo lo largo del siglo XX y de lo poco que llevamos del XXI. El 68 fue la fecha clave, pues a partir de entonces se combatió con la mayor fruición. Es posible que hubiera ingenuidad, y se aceptó que una educación castradora debía ser sustituida por otra diferente, pero pasados los años ya se vislumbra hacia donde desembocamos.
Hubo un tiempo, en que inteligencias preclaras con la simple luz de la razón supieron captar el valor de la castidad en la forja de personalidades vigorosas, esforzadas, nobles, y alentadas por los más bellos ideales. Así por ejemplo, Victor Hugo escribió: “El amor casto engrandece a las almas”. Admirable manera de afirmar una gran verdad con pocas palabras. Blas Pascal, gran científico, filósofo y escritor francés, a los jóvenes que decían haber perdido la fe, les respondía: “abandonen sus pasiones y creerán”. Y no deja de ser curioso que, tres siglos más tarde, uno de los grandes místicos de nuestro tiempo, el Padre San Pío de Pietrelcina, insistiera en esta misma idea: “desafortunadamente muchos jóvenes pierden la fe porque no consiguen ser castos”.
Sin embargo, tras siglos de iluminada sapiencia el hombre cambió su trayectoria para abandonarse a los placeres y criticar a los virtuosos: “No hay castos; solamente hay enfermos, hipócritas, maníacos y locos” (Anatole France). Los frutos están a la vista: por el insensato descontrol de las pulsiones instintivas muchos matrimonios se rompen a causa del adulterio, y parte de la juventud de hoy, hastiada y sin ilusiones, abandona los estudios, se vuelve pasota o se hunde en el infierno de las drogas en su ciego afán de encontrar la felicidad perdida.
Quienes están inmersos en un ambiente cargado de erotismo y sensualidad, puede que no comprendan que la actividad sexual sólo satisface plenamente y llena el corazón de paz cuando expresa el amor verdadero y fecundo de un hombre con una mujer. Todo lo que se aparta de esto deja vacío interior, insatisfacción, incluso malestar y por ello aparece con frecuencia la compulsión a la repetición, que no alivia, ni alegra, sino que esclaviza y puede arrastrar al incauto a una de las más terribles y mortificantes enfermedades: la adicción al sexo.
La castidad no es deprecio metódico del cuerpo y del sexo, ni el temor malsano (represión neurótica freudiana) que, ante uno u otro, se puedan despertar. Tampoco hay que identificarla sin más con la continencia, aunque ésta sea necesaria para que la persona no quede absorbida por la fuerza del egoísmo y limitada en su libertad. Es, como Karol Wojtyla afirmara, fuerza interior, fuerza espiritual, que coloca el valor de la persona y del amor por encima de los placeres sexuales, y capacita a quien la cultiva a permanecer despierto y sensible a los valores más profundos que nacen del amor.
Estamos ante una gran virtud, aún no bien reconocida en todas sus dimensiones, que nos hace más libres, más aptos para amar, y más interesados por todas las cosas hermosas de este mundo. Virtud indispensable para todo hombre que, como tal, está llamado a una vida de perfección y espiritualidad.