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En el día de la madre

El día de la madre no es un día más. La maternidad está hoy tan menospreciada, tan suicidamente menospreciada, que este día debe ser señalado para que no pase desapercibido.

Se cumplen ahora 75 años de la aparición de la obra El Segundo Sexo de la escritora existencialista Simone de Beauvoir (1908-1986), en su momento un polémico ensayo donde expresa su visión de la existencia de la mujer. A pesar de que el Vaticano lo incluyó en su índice de libros prohibidos, se tradujo a dieciséis idiomas, vendió más de un millón de ejemplares en Estados Unidos y se convirtió en la base donde se asientan los postulados de la teoría feminista contemporánea.

Y, según ella, ¿qué es una mujer? La mujer es “lo otro” del hombre. El hombre es “lo uno”, lo fundamental, y va moldeando a “lo otro” en la sombra, de generación en generación, dando lugar a una sociedad, el patriarcado, donde se ha consolidado una relación desequilibrada entre hombres y mujeres, comparable a la que se establece entre el amo y el esclavo. De ahí deriva la famosa sentencia: la mujer no nace, se hace.

Quedando así el papel de la mujer reducido a la maternidad, una función biológica, un simple y rutinario destino que sufre de forma pasiva, como cualquier otro organismo vivo, Beauvoir se lamenta de que renuncie a participar en la obra creativa de la humanidad, a tener la posibilidad de construir algo digno de un ser humano racional. E incita a la rebelión de las mujeres contra este destino prefijado.

La voz de la filósofa francesa ha encontrado una amplia resonancia en la sociedad y así, este designio biológico viene a significar una carga insufrible para muchas mujeres de hoy, que piensan que el hecho de dar a luz, la crianza y la educación de los hijos degrada a la naturaleza femenina.

Sin embargo, está demostrado que esta misión, aparentemente prosaica, afecta al devenir de la historia. Ya el psiquiatra vienés Alfred Adler concedía una gran importancia a la labor de la madre en la configuración de la personalidad del hijo. Porque, en el buen juicio de toda mujer, pericia e inteligencia está, nada más y nada menos, que hacer del hijo una persona con “un estilo de vida” dirigido al bien de los demás, o bien un neurótico o un delincuente.

La mujer nace mujer. Puede trabajar en lo que quiera y con mucho éxito, pero más allá de la lucha por alcanzar mayor cuota de poder sobre el otro, lo que la hace feliz en lo profundo de su corazón es su capacidad de comunicar amor y unir a las personas, ser el apoyo para todos los miembros de la familia, especialmente los más débiles. No hay ser más indefenso en todo el reino animal que un tierno bebé.

Incluso en la Antigüedad, Plutarco afirmó: “Las mujeres cuando aman ponen en el amor algo divino. Tal amor es como el sol que anima a la naturaleza”. Es una  cualidad propiamente femenina.

Y aunque continúan las investigaciones para el desarrollo de úteros artificiales, donde gametos libres de toda tara genética puedan desarrollarse bajo control, bien alimentados y monitorizados, la matriz donde se engendra la vida se guarda en la mujer. Pero, en un sentido sobrenatural, ésta es algo más que una incubadora. Mucho más.

Una madre trae a la existencia seres que podrán llegar a alcanzar la vida eterna y la gloria, seres de la misma naturaleza humana en que se encarnara Cristo. Satanás y sus ángeles caídos la persiguen por envidia: son enemigos de la fecundidad que engendra hombres y mujeres que los suplantarán en el Cielo.

Esa capacidad de servir a la vida eterna es la grandeza de la mujer. La vida la da Dios y Dios lleva al amor y da fuerzas para todo; este es el secreto que el mundo no quiere que conozcas.

 

 

 

 

 

 

 

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